“y al llegar
a la Plaza de Mayo me dio,
por llorar
y me puse a gritar dónde estás….”
(Joaquín Sabina).
La memoria es el cementerio más grande del mundo. Cada cruz un recuerdo. Cada recuerdo una cruz que llevar, en mucho de los casos. De eso se trata, así ah sido siempre: amplias extensiones de tierra aptas para el entierro.
Y a veces alguien dice no. A veces alguien se envuelve la cabeza en un pañuelo blanco y dice fuerte, no. Mientras otros -muchos- mueren, hay algunas personas que se oponen a ese fácil entierro y gritan, con la voz de todos los que ahora se llaman huérfanos, porque así se les dice a los que han perdido a sus padres; con la voz de todos a los que ahora se los llama viudos, ya que así los nombran, porque se han llevado a sus esposas o maridos. Gritan con esa voz, que en realidad es la voz de aquellos que ya no podrán hacerse escuchar, gritan con esas voces que otros enmudecieron, que son las de sus propios hijos. Antes perder un hijo no tenía nombre, nadie sabía como llamarlos, ahora a las que no se resignan a perderlo y reclaman esa vida, las llaman locas.
Fueron las primeras, nadie duda eso. Madre hay una sola, es cierto. Excepto en Argentina, donde Madres, hay miles.
Después se supo, en esas épocas todo tendía a saberse después. Gran cantidad de muchachas secuestradas estaban embarazas. Cargaban en sus vientres semillas de subversión, como decían esos verdugos perversos, enfermos de muerte, condenados por la memoria. Cargaban en sus vientres hijos, nietos, como lloraban muchas de esas Madres, ahora también Abuelas.
Desaparecidos. Todos ellos. En este país se redefinió la etimología del término Desaparecido: triste adjudicación.
Cuando los encargados de protegerte te buscan para secuestrarte, torturarte y matarte, hay muchas cosas que cambian. Cuando opinar diferente se vuelve delito, cuando caminar por la calle cargando determinado libro bajo el brazo, pone en peligro el seguir respirando. Cuando la libertad se convierte en una gran fuente de sangre, donde todos los asesinos corren a lavarse sus manos sucias para siempre. Cuando tu forma de pensar, tu necesidad de intentar impedir que adormezcan a una generación y desde un avión militar, la tiren atada de pies y manos, viva, dolorosamente viva, a un río, se transforma en tu propia sentencia de muerte, ahí es cuando las lágrimas no alcanzan. Ni todas las súplicas y lamentos juntos lograban conmoverlos.
Esos días, esos años, son la guía mas completa que existe sobre las víctimas de una plan de sumisa domesticación o exterminio, propósito asombrosamente detallado y llevado a cabo con un éxito que abruma.
Después de 36 largos años de lucha, la gran mayoría de esos padres, madres e hijos, todavía siguen esperando ese día diferente, ese día en que alguien les diga donde están, que fue lo que hicieron con ellos, donde los escondieron, donde los enterraron. La gran mayoría de esas abuelas o abuelos envejecieron la esperanza junto a cada arruga de sus caras, buscando a sus nietos; buscando a esas familias que guardan el terrible secreto de haber criado un hijo arrancado de las entrañas de su madre, en las tinieblas de un centro clandestino de detención, arrebatándole así su verdadera identidad.
En esta parte del mundo, la historia se derrumbó con el estrépito de las balas. La violencia, el terrorismo de Estado, eran la pesadilla diaria, el infierno. Más de 30.000 se quedaron a apagarlo, y murieron en el intento. Otros se fueron, para poder intentar apagarlo algún día: los obligados al exilio, al desarraigo, los que tuvieron que dejar su propia tierra para sobrevivir. No los desterrados, el destierro es otra cosa. El destierro es el olvido, es el vacío. Es morirse por querer cambiar la realidad, por querer evitar que el hambre, la ignorancia, el miedo y la desolación maten, bajo el nombre de Junta Militar y nadie te recuerde; el destierro es la muerte anónima, la batalla ignorada.
Hasta una guerra inventaron, todo para demostrarnos las incontables formas que puede adquirir la muerte. Cuando empezaban la vida, los mandaron allá lejos, a unas islas del sur. Solos, en el frió inmenso, con el miedo como compañero. Después, tanto a los que pudieron volver, como a los que se quedaron para siempre bajo unas maderas blancas, a ellos sí los alcanzaría el olvido, un olvido oscuro, terrible, el olvido del Estado y del pueblo combinados, un olvido que durante más de 20 años llevó a casi 400 veteranos al suicidio. Morir allá, morir acá: morir.
Memoria, verdad, justicia. Ni perdón ni olvido. Es imposible reconciliarse con aquellos que se robaron tantas vidas, con aquellos que fusilaron la historia, con aquellos que hicieron naufragar la posibilidad de un verdadero cambio.
Otro mundo, otra vida es posible. Ellos lo sabían, de la misma forma que nosotros lo sabemos ahora. De ese infierno nos quedó este fuego. Tenemos esta llama, protegida: la memoria es la revolución que nos queda, es la bandera que debemos flamear siempre con la fuerza que sólo da la verdad más pura. Esas banderas, las justas, no han desaparecido, ni desaparecerán jamás.
María José Sánchez
No hay comentarios.:
Publicar un comentario