“Estaría dispuesto a
entregar mi vida por la liberación
de cualquiera de los países de Latinoamérica”
(Che)
Empezó acá en Mar del Plata, estoy segura. Lo se, porque
estuve ahí. Yo era una de las miles y miles de personas que caminamos en esa
marea latinoamericana por la avenida Independencia en la Marcha del Alba hasta
el Estadio Minella, donde, bajo una fría llovizna, escuché por primera vez al
Presidente bolivariano Hugo Chávez.
Su “ALCA, ALCA… ¡ALCA rajo!”, sonó a rugido de libertad y
fue repetido por los miles allí presentes, quienes hicimos una su voz con las
nuestras y lo gritamos, para que el Imperio lo escuche fuerte y claro. Y lo
escuchó. Y nosotros empezamos a creer que otra historia podía escribirse, y sostener
firme la pluma y abrir el libro de la Patria Grande justo después de las
páginas que habían escrito los Bolívar, los San Martín, los Sandino, los
Guevara, los Castro, los Dorrego, las Azurduy y tantos otros y tantas otras. Y
empezamos a delinear las primeras frases, las primeras alianzas, levantamos más
alto las banderas, porque nunca se bajaron.
Era el 5 de noviembre de 2005 y la Unidad Latinoamericana
volvía a abrirse paso con fuerza renovada, mientras íbamos sacando la cabeza
fuera de la noche oscura de la supremacía del neoliberalismo en nuestras
tierras, y pudimos hacerlo porque acá hubo Chávez. Revolución, le dicen.
A las personas como Chávez, las que conforman apenas un
pequeño y apretado puñado de imprescindibles, no las podemos enterrar, porque a
ellos los sembramos y con nuestras lágrimas humedecemos la tierra fértil de
nuestra Patria Grande, inmensa, para que florezca más como ellos. Miles.
Llorarlo es reconocer semejante pérdida, es apreciar, en
el acto, el vacío que dejará alguien como él. Nunca comprendí a los que se
niegan a llorar a los seres amados, o respetados, o admirados. Es como negar la
raíz misma de nuestra esencia, esa que se conmueve con la muerte, tanto como
con la vida. El llanto es de dolor, porque duele. Pero las lágrimas igual nos
permiten la sonrisa al recordarlo. Esa mezcla de alegría, sufrimiento y pasión
tan latinoamericana que llevamos bullendo en las venas: la sangre roja, como la
marea del pueblo venezolano que siempre lo acompañó, lo sostuvo y lo reafirmó.
De a poco, muchos otros países se fueron sumando a la
Unidad, la solidaridad del pueblo sin fronteras. Hoy somos más los que queremos
una Patria que contenga todas nuestras patrias, que los que quieren paisitos
chiquitos para vender por partes. Y esos son capaces de vender todo, hasta
nuestras vidas.
Entonces, ¿cómo creer que hay un final para Chávez? ¿Cómo
no sentirlo vivo, peleando por los pobres de cualquier parte? ¿Cómo pretender
clausurar el futuro antes de vivirlo? Es que de eso se trata la inmortalidad,
señoras, señoras: de morir para seguir viviendo en los demás. Porque nos queda
mucho camino que andar, porque vamos a persistir, hasta la Victoria, siempre.
Siempre. Siempre. Porque continuar la lucha no sólo es el mejor homenaje, es el
único.
María José Sánchez
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