miércoles, diciembre 28, 2011

Cacerolazo a la historia



“Vuestra alegría es vuestra tristeza sin máscara”
(Khalil Gibran)

Cosa esquiva, la alegría. Difícil de encontrar, resulta aún más difícil hacerla perdurar. Las causas de la alegría son variadas. Aunque hay motivos comunes a las mayorías, abundan otras instancias, en las que la alegría se manifiesta para determinadas personas, y crece y estalla hasta convertirse en felicidad.
Son innumerables los tipos de alegrías que existen, así como los motivos que pueden generarla, o sesgarla. Para muchos, para muchas, hace diez años, hubo un motivo común. Hubo una circunstancia que tardó en llegar algo así como tres décadas y un lustro. Pero cuando llegó, inundó de júbilo a muchos.
Era el año del dolor, era el mes del sufrimiento y la necesidad. El país todavía sangraba, por esos días. Era el 27 de Diciembre de 2001 y Racing Club de Avellaneda se jugaba la posibilidad de salir campeón, después de 35 años.
Lo escuchamos por radio, como miles. Con mamá, quien me hizo de Racing desde antes de la época que logro recordar. Yo nunca lo había visto salir campeón, nunca había vivido un triunfo semejante. Ella si, pero no volvería a vivirlo: la alegría, que parecía prohibida por esos días negros, no duró tanto. Aunque compensó durante un tiempito la desesperanza, no alcanzó para retenerla más de un par de meses en este mundo de locos.
Pero mientras duró… mientras gritábamos el gol de Loeschbor… mientras Víctor Hugo hablaba de un cacerolazo a la historia y repetía un “Racing Campeón, Racing campeón” eterno… mientras festejábamos en el monumento a San Martín… fue hermoso. Fue feliz.
Mientras recorrimos esa veintena de cuadras hasta el centro, los bocinazos fueron la música perfecta para acompañar a los que caminábamos agitando nuestras banderas. Nos saludábamos como viejos amigos con gente que nunca habíamos visto. Ni ella ni yo sabíamos que sería su última alegría, o tal vez si, porque la festejamos como si no hubiera otra. Es que la vida nos enseñó a los golpes lo efímero de los momentos felices, y aprendimos a vivirlos en el minuto que transcurren. Así, sin preámbulos, más por miedo a que terminen de golpe que por otra cosa.
Ese recuerdo, se lo debo a Racing, uno de los mejores de mi vida. Aunque aún no han venido otros campeonatos, que seguro llegarán, hoy, a diez años, puedo hacer memoria y festejar esas sonrisas, esas lágrimas, de ella, mías.
Todo fue alegría ese día, sin importar que el mundo se cayera a nuestro alrededor, al menos no ese día. En el este. En el oeste. En el norte. En el sur. El cielo era nuestro. El cielo era Racing Club.

María José Sánchez
Mar del Plata

lunes, diciembre 19, 2011

Desesperación



"Quien ha perdido la esperanza
 también ha perdido el miedo; tal es
el significado de la palabra desesperado."

(Schopenauer)


No nos enteramos que estábamos inflingiendo el estado de sitio hasta volver a casa y sentarnos a ver la televisión. Tampoco nos importó. Habíamos salido a ver si podíamos habilitar algún comercio para trabajar con tarjetas de crédito, que era lo único que teníamos por esos días con mi mamá. En realidad, apenas duramos unas semanas en ese trabajo a comisión, que no redituaba nada. Habíamos empezado un día antes del famoso corralito. No, no era el momento más oportuno para tener algo que ver con bancos.
Habíamos recorrido cientos de cuadras por zonas alejadas, sin éxito. Con hambre, cansadas, nos encaminamos hacia nuestra casa. Aún recuerdo el asombro al ver el humo, escuchar los disparos, ver las manifestaciones populares, las corridas de la policía. Llegamos a la esquina de Luro y San Juan por casualidad, que era uno de los lugares donde se estaba reprimiendo en Mar del Plata. No entendíamos nada, pero vimos la agresión, nos descompuso el gas. Mi mamá insultaba a la policía a los gritos, mientras veíamos como apaleaban a unos viejos. Nos quedamos con la gente unas horas, primero clamando por trabajo, o por que se vayan todos y que no quede uno solo, o por que, al menos, dejaran de dispararnos balas de goma. Volvimos, finalmente, a casa. Si nosotras creíamos que la habíamos pasado mal, ver lo que ocurría en la Plaza fue como si la realidad nos diera una patada en el estómago. Había gente muriendo, había gente siendo acribillada.
Nunca voy a olvidar la imagen de los caballos de infantería arremetiendo contra las Madres de Plaza de Mayo, nunca voy a olvidar la impotencia, ni las ganas de estar ahí, nunca voy a olvidar la sensación de revelación que sentí al saber que mi lugar tenía que estar entre ellas y esos asesinos. Nunca voy a olvidar nada de eso.
Recuerdo, también, una chica que era llevada detenida, la arrastraban de los pelos, y ella gritaba su nombre y su número de documento. Parecía que las peores cosas que alguna vez nos hicieron podían llegar a repetirse.
No había tiempo para tener miedo. No había tiempo para hacer especulaciones. No había posibilidad de hacer otra cosa, porque no había mañana. Hoy era la hora. Ese día, los argentinos, habíamos dicho basta. La miseria, la falta de oportunidades, el hambre, la desazón de no tener trabajo, de presentarse a un empleo ofrecido y ver las colas, los cientos de personas, en tus mismas condiciones, o peores. Así vivíamos. Sobrevivíamos, como se podía.
Casi cuarenta personas perdieron la vida en los enfrentamientos: la gente con palos y piedras, la policía con balas de plomo. Otra vez un helicóptero se llevó a un inútil de la Casa Rosada, un cobarde. Lo vimos irse, no le pedimos que se quedara.
Hubo muchas historias dentro de la gran historia. En las provincias también pasaban cosas. Lo que yo viví es apenas un detalle que sólo debe tener importancia para mí. Hubo gente que peleó con coraje, que puso el cuerpo por otros, desconocidos, anónimos, gente que no volverían a ver. Hubo quienes dieron su vida. Hubo sangre, sangre nuestra corriendo por las calles, sangre que diez años después sigue fresca. Y así debe seguir.
En esos días jamás pensé que una década después estaría narrando algunas impresiones de esas horas. Es que pensar en ese momento con tanta previsión, a la distancia, era imposible, no teníamos para comer, literalmente. Mi mamá había perdido su trabajo durante el menemismo, nunca pudo recuperar el empleo. Ella también estaba desesperada. Desesperada por no tener pan para poner en la mesa, por tener más de cincuenta años y ver que ya nadie buscaba administrativas con esa edad. Desesperada porque llevaba mucho tiempo así, porque ya no sabía que hacer, ni dónde ir, ni a quien recurrir. Murió dos meses después, ella también dijo basta.
Pensar en esos días es triste, claro que sí. Pero es mi obligación hacer memoria, es mi responsabilidad no dejar que el olvido nos envuelva y nos arrastre allí, dónde la oscuridad se traga a los desmemoriados y los obliga a volver a equivocarse, porque no aprenden. Es nuestra responsabilidad. En esos días supe que quería participar, que quería cambiar las cosas. Así empecé a militar en política. Estamos más grandes, entendimos, aprendimos a fuerza de dolor, de sangre, de muerte. Perdimos mucho en el camino, perdimos a muchos. No olvidemos. No los olvidemos nunca.

María José Sánchez
Mar del Plata